De nuevo la tierra

Por Mauro Perna

Un grupo de empleados municipales ocupa dos lotes fiscales en el barrio Padre Varela. Saltan las alarmas sociales. "Lacra, vagos, delincuentes", son algunos de los epítetos que truenan para repudiar el acto. Del hecho asoma un dato singular. No son villeros. No son marginales. No son desclasados. Son trabajadores. Trabajadores municipales, para ser exactos. Hombres que a diario salen a las calles y juntan su basura o la mía. Trabajadores del Estado. El mismo Estado que se supone debe garantizar el acceso a la vivienda como un derecho básico de todos los ciudadanos, según consta en nuestra Carta Magna, tantas veces blandida en nombre de intereses mezquinos o inconfesables.
Por enésima vez, la cuestión de la tierra gana centralidad en la agenda. Sabemos que es el primer paso indispensable para la concreción del sueño legítimo de la casa propia. Sabemos que en estas extensas latitudes, vaya paradoja, la tierra ha sido desde siempre un bien escaso. No por cuestiones naturales, por supuesto, sino por haberse concentrado raudamente en pocas manos. Después de que primerearan conquistadores, adelantados, enfiteutas y generales, su redistribución ha sido un sueño inalcanzable, un muro riguroso contra el que se estrellaron la mayoría de los inmigrantes, y más recientemente los millones de desplazados que llegaron al Gran Buenos Aires escapando de sus pauperizadas economías regionales. Un poco de Historia nunca viene mal.  
(¿Estoy justificando las usurpaciones?) Estoy diciendo que ya es hora de que el acceso a la tierra deje de ser un lujo y empiece a fundarse en un derecho. Estoy diciendo que la tierra es un bien social y por tanto no puede estar sujeto al libre juego de oferta y demanda. Estoy diciendo que no es posible que un trabajador no pueda aspirar a tener una casa propia. Es una ofrenta que una sociedad que se pretende democrática no debe aceptar, a menos que le importe un rábano la convivencia entre sus miembros. La tierra está. Es un recurso limitado, cierto, pero abundante. No estamos hablando de desarrollar tecnología de punta. No hacen falta recursos humanos híper calificados. No son industrias de capital intensivo. No podemos escudarnos detrás de un "si va todo bien, en diez años estaremos en condiciones de fabricar lotes". La tierra está. Miles de trabajadores la ven todos los días, pero tienen que seguir de largo.
(¿Estoy justificando las tomas de tierras?) Estoy diciendo que no encuentro una razón de peso que justifique el hecho de que quienes ejercen determinados oficios y profesiones puedan acceder a un terreno y otros no. Si así fuera, lo más honesto sería prescindir de buena parte de la mano de obra asalariada del país. Estoy diciendo que no se trata solamente de una cuestión vinculada al deterioro de la cultura del trabajo, como algunos pretenden simplificar. Me pregunto qué harían muchos de los que opinan con desprecio desde la gracia de un techo propio si trabajaran todos los días y aún así no les alcanzara. O los que tienen la fortuna de haber recibido alguna ayuda del grupo familiar. Estoy diciendo que es una de las grandes deudas pendientes que hay que saldar. Me pregunto porqué otros tantos, en lugar de desear que las cosas sean más fáciles para las generaciones futuras, quieren hacerlas pasar por un calvario que expresa las desventuras que ellos mismos debieron soportar.
El Estado es el único actor con poder y capacidad para producir suelo urbanizable. Nadie va a desprenderse de lo que tiene. Difícilmente aparezca un gran propietario dispuesto a donar, pongamos por caso, veinte hectáreas, como quien lleva una bolsa de alimentos a un comedor barrial. Por el contrario, la "mano invisible del mercado" ha actuado en este caso como agravante. Como prueba, baste mencionar la inmediata "revalorización" de los terrenos apenas el gobierno nacional pudo ofertar créditos blandos, una práctica generalizada que lesionó gravemente el poder adquisitivo de los beneficiarios. En Luján, son cientos los sorteados que todavía esperan poder acceder a un lote para empezar la construcción. Y no estoy diciendo que no sea razonable que cada quien quiera sacarle a sus bienes el mejor partido. ¿Pero quién se ofrece entonces como garante de los que se esfuerzan cada día y no pueden ni soñar?
(¿Estoy justificando las ocupaciones?) Estoy diciendo que si el Estado comunal no muestra una decisión política firme para revertir este creciente déficit habitacional, las tomas de tierras serán moneda corriente, como de hecho ocurre en todo el Conurbano. Por el simple hecho de que la gente necesita un lugar donde vivir y construir un proyecto de vida. La gente necesita un lugar donde situarse. Las tomas no constituyen una salida colectiva ni una respuesta aceptable a largo plazo, pero son el emergente incuestionable de un cuadro que se intensifica año a año. Expresan el fracaso del propio Estado para garantizar una vida digna a sus ciudadanos. Seguro que hay malandras y avivados. Seguro que no faltan quienes lucran con la necesidad propia y ajena. Pero la inmensa mayoría de la gente se siente feliz y cumple cuando le dan la oportunidad de ser parte. El bajísimo nivel de morosidad que exhibe el Plan Procrear es prueba de ello.  
Podríamos pedir un castigo ejemplificador para los ocupantes presentes y por venir y así dormir tranquilos sabiendo que están bien guardadas las llaves del Estado de derecho. Pero no estaríamos solucionando nada. Porque el Estado de derecho no funciona con gente afuera. Empieza a tocer y a tirar patadas. Pidamos en cambio respuestas políticas para intervenir con eficacia y empezar a corregir desequilibrios. Pidamos que el juego se abra. Es la tierra de nuevo. Barrios cerrados, zonas inundables, plan regulador, viviendas sociales, todos temas vinculados a esta lógica de hierro, agravados en un distrito en plena expansión demográfica. Venimos corriendo de atrás. Muy de atrás. No me extrañaría que en cuanto lleguemos a destino, alguien ya lo haya ocupado.