Y un día vino la calma

Hay historias buenas que vinculan a Juan con la música, y otras no tanto, que lo vinculan con el mundo que existe detrás de un escenario. Una vez le pagaron por una presentación con una botella de cerveza. Cuando vio que las cosas no funcionaban para él, decidió tomar otro rumbo, solo.

No hay luz en la habitación. No hay luz solar en la habitación, en realidad. La única referencia del paso del tiempo es el reloj digital que deja correr los segundos; allí, sobre la mesita detrás de la cabecera de la cama. Enfrentada a la cama, una ventana de persianas bajas que rara vez se levantan para admirar la valentía de quienes se animan a vivir un día más. En esa habitación todo está encerrado, como si la oscuridad la hubiese tomado por la fuerza. Y Juan está ahí, sentado sobre la cama que es además un cómodo sillón, a punto de desnudarse totalmente.

Esta nota está dedicada a Fedor Damián Rey. Juan lo aclara antes que nada. Fedor es su padre. Para Juan hablar de su papá es difícil, en especial cuando tiene que hacerlo frente a una extraña. Fedor falleció en 2007 a los 54 años. Desde entonces sobrelleva el dolor como mejor puede. Empieza contando lo mucho que significó en su vida, en especial durante los primeros pasos que dio en la música. Cuando él tenía siete años, Fedor le enseñó a tocar la guitarra. Juan es músico, vocación que descubrió de muy chico y que lo enamoró. En la casa de su abuela, en Jáuregui, el sillón rojo del comedor es lo que más hoy recuerda porque detrás de ese sillón estaba siempre la primera guitarra con la que aprendió a amar la música.

Juan se esconde entre el cabello cobrizo que cae lacio hasta la nuca y a ambos lados de la cara. Mira el piso, agacha la cabeza, se sirve jugo de una jarra. Por momentos su voz se apaga, como nervioso o emocionado. Capaz que la música sea una forma de escapar de la realidad, pensaría cualquiera, no importa quién, el que lee esto quizás. Pero la música es su trabajo. Él compone, escribe y lee música; estudió desde chico con profesores particulares y a los 18 en un conservatorio. No es un pibe que ande por la vida con su guitarra buscándole un sentido a todo, encontrando inspiración en una lata de cerveza. Por el contrario, la música es el lenguaje que eligió para contar y transmitir emociones. Así como está contando ahora; el vaso con jugo de naranja en el piso, y el gato negro que interrumpe y salta a la cama de vez en cuando. Pulgós, el gato, es inspirador, te dan ganas de que se quede y usarlo como terapia antiestrés por un rato, pero ante el primer maullido esa sensación de relax deja de existir y es cuando entrás en la cuenta de que no estás en un spa, que la cama es un sillón, y que a pesar de que está oscuro, a media luz, como un boliche en pleno día, son recién las 5 de la tarde.

Claro que la historia de Juan y Fedor empezó desde que uno nació y el otro fue padre por segunda vez. Pero la historia de Juan con su papá comenzó con una milonga, Tío José, la que aprendió de chico. Atravesada por la música, es ésta una historia que unió el amor por la profesión.

Fedor, sin embargo, no era músico. Tenía todas las virtudes, tenía todas las ganas y tenía todo el apoyo para serlo. Pero él amaba la medicina. Hoy Juan lo recuerda estudiando, esforzándose por salir adelante, siempre al servicio de los demás. “Los teléfonos”, menciona, “los teléfonos sonaban a cada rato en casa.” Su papá era neuro psiquiatra. Estudió y se recibió de grande. Una vuelta, ya trabajando en una clínica, atendió al esposo de la profesora que durante parte de su carrera le había exigido como a nadie y jamás le había aprobado. Después de tantos años, esa anécdota comienza  a sacarte una sonrisa, comienza a sacarle un par de risas. Juan tiene dientes cuadrados, blancos; no se rió mucho al menos en las dos horas que estuvo sentado sobre la cama, hablando de su padre y tratando de reconstruir su historia personal después de casi 9 años sin él. Por eso, como la risa no fue fácil, los momentos en los que sí pareció serlo son los más importantes, o deben de serlo para él. Cuando relata esos momentos aparta la mirada de quien lo está escuchando y se deja llevar, quizás por imágenes en su memoria; tiene esa mirada ajena que no está viendo nada.

Él busca identificarse. Desde los 15 años que toca, recién ahora está encontrando un camino. Cuando su papá vivía viajaban para cumplir con distintas presentaciones en boliches. Era otra etapa, hacía cumbia y lo que hacía era para cumplir, como se deslizó en la línea anterior. La cumbia es otro tipo de música, su onda, como lo define, es el rock clásico. Guitarras, cuatro; obras registradas, 39; primer cd lanzado, De mares y desiertos. Así se resumiría, si alguien tuviera que hacerlo, la carrera musical de Juan. La muerte de Fedor fue en 2007 pero parece que hubiese sido ayer o hace una semana, el tiempo no curó heridas aún. No sanan. Capaz no sea cierto eso de que el tiempo todo lo cura, o si lo es funciona para algunas personas, no para él.

Juan insiste, que esta nota esté dedicada a mi padre y sea el hilo conductor. Un homenaje, tal vez; una forma de comunicar porque nada fue igual desde entonces.

“Cuando mi padre murió, ahí se pudrió todo, mi entorno social cambió, mi entorno político y musical”. Juan trata de asimilar tal pérdida y al menos en su mundo aún no parece lograrlo. Pero un día de repente vino la calma. El primer tema reventado que compuso se llama Calma, y no le hace honor a su nombre. Fue el tema con el que rompió lazos y se desprendió de todo, como si hubiese estado preso mucho tiempo, como una sensación de libertad atada a una pesada roca que cada tanto tira de su cuello y le duele.

LA FRONTERA

Juan vive en la frontera. Dice él. La familia de su mamá es de Jáuregui y la de su papá de Luján. Se siente y vive entre esas dos hinchadas. Más o menos, como para dibujarlo con palabras: alguien parado con las piernas y los brazos abiertos como metido en una caja, alejando la opresión con las manos y a su vez moviendo los brazos en semicírculo, como queriendo volar.

La vida del músico no es fácil, ya de por sí cuesta salir y pegar fuerte en un mundo que parece hecho para pocos talentosos, aunque talentos haya muchos. De todo tipo. El talento se pule y afirma con el trabajo. Cuando Juan empezó a componer, al mismo tiempo concurría a talleres literarios  para que las letras de sus canciones tuvieran un sentido mágico aunque pensadas desde la razón. Por eso, cuando dice yo vivo en la frontera, puede referirse a una delimitación geográfica, por coordenadas, por millas, kilómetros, o una línea de árboles que divide un sector de otro; o bien puede tratarse de la frontera entre el mar y el desierto, como menciona en su primer cd; o la frontera entre el rock y la cumbia, si existiera y fuese posible. La frontera entre el corazón y la razón. Si estás triste no necesariamente escribís un tema triste. 

EL DIOS DEL ROCK

Juan lleva su guitarra blanca a todos lados. Lo suyo es la guitarra. La carga sobre su espalda y pone en marcha la moto. Es la imagen perfecta, suponiendo que el camino vaya en dirección al poniente. Allá lejos se ven las llamas que deja el sol sobre la tierra al ocultarse. Y la moto y el chico son figuras oscuras que desaparecen al instante en que atraviesan esa línea imaginaria llamada horizonte. Así se ve o puede verse. La moto no atravesó el horizonte, al menos no uno como el descripto. Sí, en cambio, retrocedió unos metros, descendió hasta la banquina y se detuvo a pensar. Juan se detuvo a pensar. Las llamas ya las había vivido, eran altas como a veces son los pastizales en un campo. Hacia el otro lado, detrás suyo, estaba el camino que había recorrido junto a su papá. Entonces vio a pocos pasos hacia la derecha, una callecita de tierra del ancho de un auto. Era hora de encontrar el camino propio. De mover montañas.