Otro mojón en la épica del peronismo

A pesar del triunfo simbólico opositor, no son pocos los que alertan sobre los "efectos no deseados" de la condena. Nunca salió bien sacar de competencia a un líder popular (de la forma que fuere). La mística peronista y su historia de persecuciones transitan imperceptiblemente en el imaginario colectivo.

La confirmación de que el final de la carrera política de Cristina Fernández de Kirchner implique una condena por corrupción, cárcel domiciliaria e inhabilitación perpetua para volver a ocupar cargos públicos configura un destino infausto para la historia de nuestro país.

Se trata de la figura más importante en la historia del justicialismo más allá del general Juan Domingo Perón y posiblemente la más denostada y vituperada desde el regreso desde la democracia.

Su estilo confrontativo, desafiante y su reconocida inteligencia política la transformaron en una figura popular que el establishment jamás pudo digerir. Mucho menos domesticar. Lo mismo le sucedió a una gran parte del peronismo que hoy siente la obligación moral de defenderla o, al menos, no atacarla.

Las denuncias por corrupción durante los 12 años de gestión kirchnerista fueron multiplicándose a medida que crecía su poder y se extendía su influencia.  El más olvidado es el caso Skanka, del 2004, cuya investigación fue encabezada por el diario Perfil. A partir del enfrentamiento con el Grupo Clarín durante la primera presidencia de Cristina y la sanción de la Ley de Medios la guerra se volvió abierta. Comenzaría a partir de allí una eficiente y sostenida arquitectura comunicacional que dotaría de sentido una imagen que para muchos se volvería inalterable: la de Cristina “chorra”.

Es paradójico que la causa que la envía a prisión determinando -quizá- su ocaso político esté vinculada con el agujero más oscuro del Estado en su relación con los grandes grupos económicos a través de la obra pública: la famosa “patria contratista”, sistema por el cual las familias más encumbradas de este país obtuvieron los negocios más millonarios gracias a los contratos con el Estado (el más significativo políticamente sea Macri, pero en la larga lista también está su primo, Angelo Calcaterra, Paolo Rocca, Eduardo Eurnekian o Enrique Eskenazi).

La Argentina quedó nuevamente partida en dos. Una parte significativa de la ciudadanía entiende que se trata de un hecho consumado, indiscutible. Celebran la condena como un acto de justicia, sin atender a ningún tipo de atenuantes. Del otro lado, continúan alertando de la escandalosa maniobra judicial impulsada por una denuncia de un funcionario macrista y consolidada por una espesa y opaca capa judicial permeable a los intereses políticos.

El tablero se movió. Es indudable que la figura de Cristina fuera de carrera abre un abanico de posibles reconfiguraciones políticas imposibles de conjeturar. Ni siquiera la certeza de evitar la división partidaria en el peronismo parece firme. El retorno de la centralidad de Cristina (y su vocero Máximo) implica un nuevo acorralamiento para el gobernador Kicillof.

A pesar del triunfo simbólico opositor, no son pocos los que alertan sobre los “efectos no deseados” de la condena. Nunca salió bien sacar de competencia a un líder popular (de la forma que fuere). La mística peronista y su historia de persecuciones transitan imperceptiblemente en el imaginario colectivo. La romantización de un movimiento vinculado a la lucha por la justicia social podría emerger en tiempos donde el ajuste sin piedad y la crueldad encuentran dificultades para camuflarse.